Los delirios imperecederos
El crepúsculo
sobre el fresco y apartado poblado imitaba a una pieza de colección colgada en
la pared de algún museo europeo, lo rudimentario de las escasas covachas daba
la certeza que aquel paraje era habitado por campesinos acostumbrados a la
tranquilidad que les propiciaba el arar y cosechar sus tierras y convivir en
paz y armonía.
En contraste
a la humilde forma de vida se situaba en lo más alto del poblado y con
desembocadura a un enorme acantilado una vetusta fortificación que databa de
casi un siglo y perteneciente a la
familia Cifuentes, la que hacía
algunas décadas había sido deshabitada
por completo y visitada de manera efímera de cuando en cuando por un
carismático hombre de nombre Isaías,
su retraído y adolescente hijo Miguel,
concebido con su difunta esposa de nombre Marina, y por último su joven y enigmática esposa Itzel, la que adoptando su rol
en la familia más que una madre para el joven aparentaba ser su hermana por la
estreches de edades de apenas quince años.
La familia
gustaba vacacionar en La Casona, como los lugareños llaman a aquella imponente
estructura amurallada con gruesos e impenetrables rocas y rejas en los costados
que permiten ver lo descuidado de su jardín.
En los
últimos meses, la edificación era visitada
de manera muy frecuente por la familia por insistencia de la joven señora de
aquel hogar a lo que ni su marido y mucho menos Miguel se oponían y dado que Isaías
era su legítimo dueño y aparte siempre colaboraba para el bienestar, sobre
todo de los niños en la escuela y el sanatorio que era atendido por el anciano
cura un grupo de voluntariosas monjas radicadas, algunas de los poblados
vecinos.
En uno de su
habituales paseos por las empedradas calles del pueblo, la pareja se encontró
con un amable anciano que luego de un reverente saludo los invito a pasar a su
humilde y casi desmoronada vivienda a compartir una taza de café y a que
conocieran a su nieta Mónica, que con su brillante talento musical, a pesar de
su condición de ceguera casi total desde su nacimiento la había ido deteriorando
hasta llegada su juventud en la cual no veía más que sombras y destellos de luz
suficientes para distinguir entre lo necesario para sobrellevar su terrible
condición.
Desde el
momento que la perspicaz muchacha escuchó el delicado susurro emitido de Miguel
al pronunciar su nombre, sabía que ya nada sería igual. Su desarrollado oído de
música no le mentía y estaba segura de que había encontrado en el muchacho a alguien especial pero no
atinaba a saber por qué, y vaya que lo era.
Su fiel amigo
Iván, a quien en el pueblo se le conocía cariñosamente como el lazarillo por su
incondicional ayuda hacia su amiga, era un joven entusiasta que disfrutaba
mucho de acompañar componiendo canciones y escuchando poesía de autoría
conjunta, además era quien lo ponía en contexto de lo que sus ojos no podían
diferenciar, contexto que a partir de aquella tarde se convirtió en esencial y
casi existencial y que tenía como epicentro al desconocido Miguel.
Una mañana de
mucha lluvia, el flacucho emisario llevaba un mensaje para su nuevo amigo, y aunque el diluvio era tal que casi no permitía el tránsito por
los caudales que ahora resultaban ser las adoquinadas calles, la premura del
mensaje ameritaba ir en busca de aquel que debía recibir lo que la joven le
encomendó.
La cita era
esa misma noche en las afueras justo al frente del cementerio del pueblo en el
espeso bosque que servía de despiste para el resto de los habitantes del
pueblo. Nadie sospecharía que tres muchachos tendrían una cita en aquel lugar y
a aquellas horas de la noche.
Llegados al
sitio acordado los tres adolescentes se adentraron a inmediaciones del frío monte hasta llegar a un pequeño
claro que la luna se ocupaba de
iluminar.
Dando inicio
el simpático y delgado joven, pidió a los demás su absoluta discreción en lo
que les confesaría, que de hecho era por lo que los había traído a él y, sobre todo a Itzel, la madrastra del muchacho, hasta aquí y expensas de que su
progenitor se enterase y sufriera las terribles consecuencias, por otro lado, contaba con la venia de ella quien era la principal interesada en develar aquel misterio.
La chica le
interrumpió y le recordó que estaban allí por la gravedad del asunto, ya se
había encargado de adelantarle un poco. Para la no vidente la oscuridad del bosque le resultaba fascinante y
hasta cierto punto se sentía mucho más ambientada que en cualquier otro sitio.
Esa noche los
dos jóvenes supieron de boca de la refinada jovenzuela que lo que
se decía en cuanto a secretos de La Casona en los últimos años era como un
ápice de tinta en el amplio lienzo de un artista. Resultaría increíble el
secreto que les compartiría, pero confiaba plenamente que eran la ayuda idónea
que estaba buscando ella y la esposa de su padre, quien ni resquicios de sospecha tenía.
Todo se
remontaba a casi cuatro décadas, tiempo en el que su abuelo Genaro, patriarca
de los Cifuentes, alojó durante un
par de semanas al hijo de un viejo amigo de origen cántabro de nombre Alain, su
paso por el pueblo y junto a la familia de mi abuelo fue relativamente corto, pero de terribles consecuencias.
Se rumoraba que el cántabro huía de la justicia de su país acusándosele una
serie de asesinatos a por lo menos tres víctimas y la misma cantidad en estas
tierras. Su modo de operar consistía en asechar a sus víctimas, todas mujeres,
al salir de dejar a sus hijos en las diferentes escuelas o parques de la zona.
Llegándosele
a conocer por esto con el alias del ‘asesino matinal’. Su principal distintivo
consistía en enviar un obsequio al hijo que quedaba huérfano (generalmente un
muñeco de peluche y atado a su cuello un colgante en forma triangular) y una
nota escrita sobre tela parecida a la que usan los pintores y que hacía remembranza de las últimas horas
del calvario a que era sometida la desafortunada madre así como una pequeña
sinopsis de lo que sería la vida del infante en el futuro si optaba por
buscarle para vengarse, siempre al final esta era firmada con el reconocido
símbolo de tres picos, mismo que
colgaba del cuello del muñeco.
Otra
característica del asesino matinal era que después de raptar a sus víctimas las
sometía a una serie de flagelos entre los que destacaban la mutilación de senos
(se creía que esto era posiblemente por maltratos en su niñez y por eso osaba
cercenarles sus órganos mamarios como señal de rechazo hacia el ser maternal).
Normalmente cuando el cuerpo de la madre era encontrado también era recibido
infame paquete por el infante ahora huérfano.
Con el paso
de los años estos niños se convertían en hombres y mujeres con mucho odio y
rencor en sus corazones similares al que él acumulaba y esa era su máxima
satisfacción) se rumoraba que en la retorcida mente del asesino cada vez que
esto lograra generar odio en un niño estaría reencarnándose en este y su
sanguinario legado continuaría por siempre.
Para
finalizar, Miguel confesaría el
porqué de las visitas tan constantes de su padre y la esposa de este
últimamente al casi olvidado pueblo. Su joven madrastra resultaba ser la única
hija, no reconocida ni criada, del asesino Alain y este en su lecho de muerte
le había confesado su atroz pasado y como prueba de ello le había entregado la
carta que debía haber entregado al hijo de su última víctima, la cual nunca
llego a ver materializada y la que ahora tenían ante ellos los inmutados
muchachos.
Ahora todo
tenía sentido, habían venido en busca de las pistas necesarias para resolver el
misterio que rodeaba la nada celebre vida de su mal llamado padre, si es que el
adjetivo alguna vez lo considerara siquiera para con él, aun después de su
muerte. Muchas de estas pistas se creían estaban ocultas dentro de la antigua
mansión.
El plan daría
inicio dentro de dos días, tiempo en el cual el padre de la chica se ausentaría
del pueblo para atender compromisos de trabajo y los tres jóvenes junto a la
joven señora de Cifuentes se
encargarían de buscar por todos los rincones de la otrora imponente fortaleza
convertida ahora en una fantasmagórica representación del abandono y destierro.
Divididos por
los cuatro puntos cardinales a partir del centro de la que antaño debió ser un
salón con mucha pinta de museo en el que se presumían distintas posesiones de
los ancestros de la familia a lo largo de diversas generaciones, Itzel hacia el
norte rumbo los armarios y biblioteca, Miguel
al este con destino a las habitaciones principales, Iván al oeste con dirección
a las demás habitaciones mientras que Mónica valiéndose de la total oscuridad
del lado sur de la casa y donde se encontraba la despensa y escaleras abajo el
abandonado y mohoso sótano.
Pasadas un
par de horas y sin ningún hallazgo, Miguel
e Iván se unieron a los demás para enfocarse de lleno en los casi interminables
y elevados armarios y por último inspeccionarían detenidamente el sótano que
para las condiciones de Mónica había sido una misión casi imposible.
Con mucho
tiempo y esfuerzo invertido escalando los armarios por fin la ansiada pista;
entre la cerradura de una pequeña portezuela del corroído librero sobre el
umbral de la puerta que conecta con una modesta habitación se encontraron con
un oxidado collar y en uno de sus extremos un pendiente triangular ovalado
similar al que aparecía siempre al final de las fatídicas notas que el verdugo
enviaba a los hijos de sus víctimas.
Lo extraño del amuleto es que, aunque habían pasado
al menos dos décadas conservaba el brillo intacto permitiendo ver que
resaltaban dos iniciales ‘J. S.’’ que en nada contribuían a descifrar el misterio,
pero al menos se prestaba a formarse algunas hipótesis al respecto. La primera
de ellas surgió de los labios del esquelético lazarillo, sugiriendo que se trataba de las iniciales de su víctima
lo que no fue rechazado ni aceptado por el resto del equipo.
Luego de dar
por concluida la búsqueda en toda la casa les quedaba no más adentrarse al
sombrío y tétrico sótano que de solo observar las escaleras que conducían a él
y la corroída puerta daba mucho a imaginar que de un momento a otro y dentro de
él, el resto de la casa colapsaría soterrándolos para siempre en su inusual
exploración.
Las pisadas
camino abajo eran casi imperceptibles al oído excepto por el desliz de Mónica
que al no calcular bien su tercer o cuarto paso se precipitó escaleras abajo
para al final detenerse en el húmedo y asqueroso suelo, siendo inmediatamente
levantada por su inseparable amigo Iván.
Habiendo
pasado el incidente de su caída, se propusieron a inspeccionar primero en todo
lo que tuviera cerraduras. Gavetas, escritorios y armarios fueron
inspeccionados meticulosamente, a punto estaban de dar por descontado que no
encontrarían nada más que suciedad y una que otra rata hambrienta husmeando en
los rincones cuando de pronto la mirada de Miguel
se posicionó sobre una pequeña y polvorienta estatuilla de porcelana de lo
más insignificante pero que su intuición le sugirió romper y así lo hizo.
El estruendo
en aquel silencioso sótano acabo con la monotonía y todas las miradas se
volcaron sobre aquel pergamino deliberadamente envuelto en un hilo negro que lo
asemejaba a un título o reconocimiento al más alto nivel académico, pero de
mucha antigüedad.
El inusual
pero bien conservado documento en seguida desenrollado por su descubridora y
recitado en voz alta rezaba: ‘Han de unirse letra, daga y sangre como en la antigüedad
de los justos’. Como si se trataba de un ensayo teatral todos se voltearon a
ver presos del estupor que propiciaba la incertidumbre de aquella criptica
frase.
La primera en
romper el silencio fue Mónica que sugirió algo tan descabellado pero muy posible
a la vez exhortando al resto de que se trataba del significado de las tres
puntas del triquete, simbolizada en
clave por la letra que equivalía a la vida,
la daga representaba al arma utilizada para dar muerte y por último la sangre
que hacía referencia a la resurrección, combinadas las tres resultaba en el
lógico significado del símbolo de la antigua civilización celta.
Para la suspicaz invidente resultó fácil descifrarlo dado su amplio repertorio
artístico y literario que había acuñado a lo largo de su vida relatando infinidades de poemas y versos
convertidos en canciones.
El enigma
estaría completado de no ser por las inscripciones al pie de la página del
pergamino y que representaba una serie de siglas consideradas por todos como
las iniciales de las víctimas del asesino y a la par de cada una de ellas una
dirección postal tachada con tinta que hacía pensar que lo había hecho una vez
que el hijo de la víctima recibía el paquete se daba por concluida su mórbida
jugada en el ajedrez de su podrida mente.
Entre las
iniciales de nombres y direcciones quedaba una sin tachar, intuyó Itzel que se
trataba de la séptima víctima de su progenitor y de la que le había confesado
antes de morir que no llego a consumarse asesinándola y que ella siempre
sospechó que tenía que ver con ella. Poco se equivocaba en su sospecha.
Con la
corroída cadena que sujetaba al brillante talismán, el viejo pergamino y con la
certeza de que estaba por descubrir quién era la séptima madre que el asesino
matinal no alcanzó a acabar con sus días y que alojadas en su mente, aquel
cumulo de ideas le habían hecho emprender aquel siniestro acertijo que acabaría
por desenmarañar.
La certeza y
convicción se apropiaron de su alma aquella mañana rumbo a la dirección
descrita en el papel y que ahora replicaba en su aplicación de google maps. El
móvil le indicaba que restaban cuatro interminables y agotadoras horas de
trayecto. Su copiloto Miguel se
antojaba mucho más relajado durante
el camino permitiéndose tiempo hasta para imaginarse viviendo en aquella lejana
tierra fuera del caos que le resultaba la ciudad y sobre todo en compañía de
Mónica e Iván, resultándole este último muy
interesante, pensamiento del cual evocó una tenue sonrisa que apaciguó un poco
el desasosiego de su joven madrastra al compartir la suya con él.
Llegado al
destino que indicaba la aplicación móvil, Itzel no vaciló en tocar el timbre
dos veces. Justo cuando estaba por hacer un tercer intento de llamado del otro
lado de la puerta apareció una lúcida pero descuidada anciana que habiendo
correspondido a los saludos y presentaciones respectivas las instó a pasar y
acomodarse.
Tras una
amena conversación acompañada de café y galletas la risueña octogenaria le confirmaría
sus sospechas cambiando por completo el rumbo de su vida desde ese mismo
instante.
De boca de
aquella señora supo que la casa donde se encontraban había sido habitada en el
pasado por una madre soltera con su pequeña hija de edad preescolar apenas, del
escaso conocimiento que tenía sobre las antecesoras habitantes de la humilde
pieza destacaba algo que dejaría en shock a la joven morena y a su casi
contemporáneo hijastro bastante intrigado
ante su cambio de ánimo repentino.
Veintiocho
años atrás, y luego del infierno que tuvo por relación durante dieciocho meses
con Alain Pernía, la bella Jimena Salas y su pequeña hija de apenas diecisiete
meses de edad se radicaron en aquel tranquilo barrio en las afueras de la
ciudad con la plena intención y esperanza de rehacer sus vidas luego del
indeseable padre de su hija y dejando atrás su antigua identidad y pasado.
La nueva vida
para madre e hija transcurría dentro de lo normal hasta aquel nefasto 09 de
octubre, fecha que databa el certificado de diagnóstico de manos del oncólogo
que atendía sus dolores repentinos y muy recurrentes en su cabeza, el frío papel resaltaba entre sus líneas el
cáncer cerebral en etapa de metástasis y los cortos seis meses de vida que su
médico le anunciaba hicieron que se devastara por completo y el mundo le caía
encima en aquella silla del
consultorio médico.
A partir de
aquel día el poco tiempo de vida que le restaba lo dedicaría en cuerpo y alma a
forjar el futuro de su pequeña hija dando por sentado que al cabo de su
existencia su hija iniciaría una nueva al lado de una, también, nueva madre.
La búsqueda
no tardó en ser respondida por un par de ángeles que se encargarían del cuido
de su más preciado tesoro. El joven matrimonio compuesto por Leonardo y
Angélica Rodríguez tenía ante sí la realización de su más grande anhelo desde
el día que juraron ante Dios en el altar, ser padres, y que el destino y el
atrofiado aparato reproductor de la Angélica les habían impedido de momento. La
pequeña Itzel crecía dentro de un hogar lleno de amor y comodidades en la
capital Santiago en el centro de la faja terrenal del costero país al sur del
continente.
Con el tiempo
se separaría de sus padres para aventurarse a estudiar en el extranjero y
regresar un par de años después con la noticia que había conocido al amor de su
vida, un prominente arquitecto descendiente de la reconocida familia Cifuentes y de nombre Isaías, viudo hacía diez años y padre de
un pequeño con el cual había
entablado una genial relación basada en el afecto maternal que el pequeño había
necesitado desde que perdió a su madre a los
seis años de vida.
Sentada con
los ojos nublados y la cabeza hecha un hervidero de ideas, a Itzel le resultaba imposible creer que
estuvo a punto de ser arrancada de los brazos de su madre por segunda vez y lo
peor, esta había sido orquestada por
su padre biológico al que casi estuvo por perdonar el día de su muerte y de
quien había desconocido de su existencia cuatro
años atrás cuando sus padres adoptivos le revelaron toda la verdad previa a su
viaje fuera del país.
La séptima
víctima sería su segunda madre Angélica y a decir verdad deseaba como nada en
el mundo no haberlo descubierto nunca.
Había
ignorado todos estos años que el ser que la engendró y luego abandono a su
suerte junto a su enferma madre estuvo a punto de completar su última jugada
mortal con ella, su propia hija, algo
que no tuvo el valor de confesarle a Itzel
aquella su última tarde en este mundo.
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